sábado, 19 de enero de 2013

Aeropuerto de París




  •  El País de las Maravillas.



Juan Miguel de Mora
Miércoles, 16 de enero de 2013/ El Financiero


Muchos siglos atrás alguien dijo que nadie es perfecto y tenía razón. No existe nadie perfecto, y los únicos que dicen que lo hay (los lamebotas de políticos) tampoco lo creen.

Pero de seguir así seríamos tan mañosos como Platón en sus diálogos: convencía de algo a su interlocutor y, cuando el incauto había aceptado, le demostraba lo contrario. En lo que vamos a decir no hay maña. Cualquier país tiene diversos aspectos y nosotros, que tantas veces hemos elogiado a Francia, hablaremos hoy de cosas que, como en todas partes, ocurren también en la tierra de Voltaire.

Podemos adelantar que lo ocurrido en el aeropuerto Charles de Gaulle de París el sábado 10 de este enero de 2013 tiene aspectos deleznables, pero no empañan el honor de Francia. Quede claro, porque es justo dar honor a quien honor merece, como en un momento histórico tuvimos ocasión de expresar personal y directamente al hombre cuyo nombre lleva hoy el aeropuerto.

Primera parte: una pareja de ancianos, él de 91 años y ella de 74, regresando a su patria en Aeroméxico (empresa asociada con Air France), en clase de negocios, solicitaron dos sillas de ruedas desde el día que compraron, en México, los boletos. Ya documentado el equipaje las sillas no llegaban; les dijeron que esperasen y esperaron. Pasaba el tiempo y nada de sillas de ruedas. Amigos franceses ayudaron en vano a buscarlas mientras pasaban algunas, vacías, de compañías que no eran Aeroméxico y que, según decían los portadores, no podían llevar a otras personas.

Por un lapso que rondó la hora duró esa espera. Y delante de los ancianos que esperaban pasaron muchas veces dos sillas vacías llevadas por dos atractivas jóvenes, una morena y una rubia, la primera muerta de risa y plena de felicidad con un teléfono pegado al oído y la segunda charlando animadamente con amigos del aeropuerto. Viendo que no había sillas, el despachador de boleto y equipajes (impecable en atención y servicio) salió de su sitio, se dirigió a ellas y resultó que eran las de Aeroméxico. La rubia, alta y despótica, llamada Carolina, mostraba en el trato que hubiera sido un sargento temido en el ejército alemán de 1914 y que es de las personas que tienden a menospreciar a los ancianos por el hecho de serlo, creyendo que todos los viejos son deficientes mentales por la edad y no hay que hacerles caso. Se equivocó.

Segunda parte: es posible que el trato despectivo con que la rubia llevó al viejo a la revisión de seguridad influyese en la forma humillante con que trataron al hombre los valientes encargados de registrar a los pasajeros. Nadie sensato puede dudar de la importancia de esa misión que nos protege a todos. También sabemos que hay personas maleducadas que son groseras con ellos porque hacen su trabajo. Pero yo he pasado durante años cientos de controles aéreos de esos y nunca vi que los encargados de hacerlo tratasen a nadie así. De éstos pienso (y ojalá me equivoque) que son gente mezquina, del tipo que se ensaña con los de abajo o contra los que cree que lo son, pero inclina la cerviz ante los de arriba.

Creo que su comportamiento hubiera sido muy diferente de haber sabido que años atrás este mismo anciano fue invitado por el gobierno de Francia (a solicitud de una asociación francesa de ex combatientes) a participar, con sus condecoraciones, en lugar preferente, para llevar flores al Soldado Desconocido. Delante de ese hombre, en su silla de ruedas por los Campos Elíseos, iba la banda de la Marina de la Republica Francesa y con él veteranos de varias guerras; detrás numerosas banderas y uniformes, pero ninguno de los policías del aeropuerto de París. Ese hombre que ama a México sin dudas ni sombras, sin reticencias, tiene en su corazón un lugar especial para Francia y lo ha demostrado toda su vida.

Acompañaban a la pareja sus dos nietas, muy mexicanas y que a los ojos de los inteligentes policías del Charles de Gaulle deben haber parecido criadas en busca de trabajo. Una es antropóloga y la otra licenciada en letras terminando la maestría. Seguros de que "esa gente" no sabe francés hacían toda clase de comentarios irónicos y se burlaban del grupo. Llevaba el hombre una lata de agua mineral Perrier gaseosa, recomendada por los cardiólogos para la baja presión, y eso fue un motivo más de burla. Como el hombre se notase molesto porque, después de lo usual en esas revisiones, le obligaron a quitarse (delante de sus nietas. su esposa y las jóvenes de las sillas) la chamarra, la camisa y los zapatos, llamaron al que parecía ser su jefe quien, además de compartir las groseras burlas con los otros, amenazó al anciano, pese a que éste nunca gritó ni perdió la buena educación. Lo que a este héroe de la lucha contra los malos le motivó para amenazarle fue que el sospechoso de terrorismo preguntase, sin levantar la voz, si también debía quitarse los calzones.

Pero el anciano (sanscritista internacionalmente reconocido) estudió en la Sorbona y cuando, después de las burlas (todavía sin vestirse ni calzarse) le autorizaron a irse, él, hablando en francés (imperfecto pero muy caro) entregó cortésmente al heroico jefe su tarjeta de catedrático del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.

Todos cambiaron de actitud, alguno se ofreció a ponerle los zapatos (no aceptó y salió descalzo en la silla de ruedas) y el jefe de tan intrépidos personajes, rebosante de amabilidad, olvidó sus amenazas y le deseó un feliz viaje. Precisamente el viejo venía de dar una conferencia, en francés, a una asociación cultural en París.

De la veracidad de todo esto me hago responsable porque puedo comprobarlo con testigos: la esposa, que domina el francés, y las nietas, que lo estudian.

Yo era el anciano.

Siempre he amado a Francia que es para mí, como dice Charles Trenet, "el país de mi infancia". Por ella he luchado en todos los terrenos y muchos de mis artículos y libros lo proclaman. Pero precisamente por eso no puedo aceptar que algunos franceses, que no merecen el honor de serlo, la manchen humillando a gente del tercer mundo, que es el mío.

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